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  Baile de Judas

El baile de judas es la danza mas tradicional de la ciudad, se baila en semana santa para la resurección del Jesús. El baile se realiza acompañado de un muñeco de paja seca que simboliza a Judas Iscariote que luego es quemado en repudio a su traición.
El traje es una mascara de madera, acompañada de una pluma de (piyo) avestruz con una capa de tela roja y un chicote para azotar al traidor.

 

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CAMINO ANCHO
Ignacio Callaú Barbery
(Trinidad, Beni, Bolivia, 1917)

Corría el año de gracia de 1986. Afloraba eufórica la ignorada Moxitania, con el auge y la fiebre del oro negro.Aquellas tierras de mágica exuberancia, de loca fecundidad, pero sumidas en a pobreza y el misterio por el abandono y el olvido, desde antes y después de los viejos tiempos del misionero jesuita, ahora cobraban nueva vida, y de un solo golpe rompían la ignominia de su proscripción, de su injusta cadena. Era el trópico con sus bosques de inquietudes bravías, que sacudiendo su sueño de milenios, se convertía en tema de epopeya y tierra de leyenda.Y es que a la jungla ignota le había llegado su justa hora de grandezas y miserias.En la larga sucesión de caravanas, el éxodo de hombres audaces de alma chúcara y corazón de “chonta”, que se internan en el monte virgen del Gran Moxos, y como argonautas remontan la corriente de los ríos tumultuosos en pos del vellocino de oro, abriendo brecha en la agreste muralla verde, buscan la savia de árboles gigantes, y corren al encuentro de la selva que llora. Pero también la goma elástica sedienta de sangre, estira sus tentáculos y estrangula con sus anillos a los ávidos conquistadores.
Era el trueque de sangre humana con sangre vegetal.El camino abrupto quedó marcado con la sangre de los que caían. Esta huella profunda y los huesos blanquecinos, calcinados por el sol ardiente, que quedaban en la senda de pantanos y fangales, señalaban la etapa vencida y el rumbo hacia la Tierra Prometida. Eran los restos de los forzados, de la gran masa de fregueses comprados a precio vil; era el reenganche de braceros que penosamente arribaba por este camino ancho, para dejar como saldo, a cambio de sus pobres vidas, el oro en los bolsillos de lo traficante, de aventureros y reyes del caucho.

Frente a los peligros de la tierra salvaje, estaba la audacia de hombres bárbaros, el insaciable afán de rapiña.Este fue el lugar, la época y el momento en que llegó el inglés Jimmy Brandt, etnólogo, arqueólogo, coleccionista y andarín.Mister Brandt era un gringo enjuto de carnes, delgado, filoso. Todo rubio, de ojos tan blancos que parecían dos lágrimas. Flemático, adusto, enigmático, hombre de pocas palabras. Andaba de pantalones cortos y con la mochila en la espalda. Vino hasta estos aledaños -no obstante el omento- enviado por sociedades geográficas, museos e instituciones científicas de Londres y París, que cubrían sus gastos de viaje y permanencia.Después de coleccionar huesos, mariposas y alimañas de toda especie, en cuyo trabajo paso algo más de cinco años, Mr. Brandt llegó a familiarizarse con el idioma, las costumbres y las gentes del lugar. Identificado y confundido con el medio ambiente, a pesar del color de la piel, el hombre había terminado por “cambificarse”, dejando de ser un civilizado en tierras de un total primitivismo.Vivía, comía y hasta pensaba con la rudeza del camba cimarrón y montaraz. Logró hacerse, a la fuerza de sacrificios y privaciones, de una contextura física y una resistencia orgánica que superaba todo cálculo. Y pronto se acostumbró a desafiar, con la mayor sangre fría, los más grandes peligros. Porque en estas tierras la muerte a cada instante acecha por las cuatro puntas.Sin embargo, pensaba que era tiempo de volver a su país, aunque sentía grandes temores en cuanto a su nueva readaptación. Pero allá lejos, en la patria de sus mayores, tenía sus grandes afectos y debía retornar. Luego pensaba que no era posible regresar con las manos vacías. No en vano estaba en el corazón de América, donde se amasaban fortunas fácilmente.Como cuestión previa se decía: “Tendré que hacer dinero, echaré a un lado aquellas tareas y curiosidades científicas por las que ya han hecho bastante y perdido el tiempo”.Por otro lado, sentía una franca repugnancia por el trabajo de la siringa, porque en su explotación, si no se exprimía al hombre, no había posibilidad de hacer fortuna rápidamente.Llegó, pues, cargado de sus bártulos y, en su constante caminar, hasta los lavaderos de oro de Santa Rosa de la mina, donde se estacionó por algún tiempo, confundiéndose con los “chisperos, con aquellos hombres que sólo podían conseguir con dificultad, algunas chispas del codiciado metal. Después de muchos días de lavar tierra con el agua a la cintura, pensó que ese trabajo no era un porvenir para él, y volviéndose a cargar sus alforjas siguió andando, pero siempre con el pensamiento fijo en llenar su saco de riquezas.Los tripulantes de la “montería” del correo le dieron el dato: “Mañana, después de la siesta llegaremos a la barraca de un viejo siringuero llamado Toribio. Él sabe, como vagueando de estos parajes, de sitios donde anidan y moran bandadas y garzas y parabas. Son lugares recónditos que muy pocos conocen”.En efecto, pasada las doce del día siguiente, encostaban en un barranco, desde el cual se divisaba, no lejos, una casucha de paja, media oculta entre altos motacúes y platanales de anchas y largas hojas. A uno y al otro lado se entendían los chacos y barbechos con su alegre colorido y verde retoño. Y monte adentro, se diseminaban las estradas gomeras, con sus árboles regados al ocaso que se salpicaban la maraña con su jugo y su sombra.El camba Toribio, entre la bulla de los perros y el cacareo de las gallinas, salió al encuentro de los recién llegados.Les llevó hasta la casa y pronto nomás se sentaron todos alrededor de una cazuela llena de cocidas al rescoldo, que hacía de “jacuú”, agrandes presas de jochi gordo asadas al “pacumuto”.-No tardará en llegar Manuel- dijo Toribio, refiriéndose a su hijo-. Está por la estrada. Tempranito salió a la pica. –Y dirigiéndose al inglés le preguntó:- Y usted, míster, ¿de dónde se nos viene?- De por ahí- respondió el aludido-; hace años que estoy vagando por estos trechos.-Jaá… -Y mirando a las manos del extranjero, exclamó:-Elay que me gusta su arma, míster.El ingles le entendió su fina y flamante escopeta de dos cañones.-Si le gusta será suya, pero siempre que usted me preste un servicio.-Jaá… -volvió a repetir el camba- ¿y cuál será?- Tengo noticias de que ustedes conocen los pajares donde anidan las garzas.Toribio quedó un poco pensativo, con el cuchillo en la mano y un trozo de carne en la otra, y luego de un fuerte eructo explicó:-Ej puej verdá que sabemos que algunos garceros, Manuel los conoce mejor que yo.A la tardecita, hora en que disminuye en intensidad el terrible calor de los trópicos y sopla algún vientecillo fresco con olor silvestre, llegó Manuel, jadeante, dejando tras sí una densa nube de mosquitos.El hijo del camba Toribio era un mocetón de veinte años que mostraba al andar la elasticidad del tigre, y dibujaba su contextura muscular a través de la camisa remendada y chiraposa. Era bajo y retacón. De cabeza enorme, de manos y pies grandes, su piel morena y tostada desdeñaba la inclemencia del fuego canicular.De su cara ancha y ojillos rasgados surgía una sarcástica sonrisa estereotipada, que le obligaba a mantener abiertos sus gruesos labios. Miró con curiosidad al hombre rubio, que también le observaba atentamente, ya ambos, como si se comprendieran, terminaron riéndose, satisfechos de su examen mutuo.-Si –dijo Manuel- de aquí a unos tornos arriba, repechando las aguas, y tomando nomás a la izquierda un brazo del río, a poco se divisa una de las mejores islas de garceros. Total-Este mi hijo- intervino el viejo- no es ningún “panada”, y es un cazador buenazo; de un tiro certero no se salva ni la veloz “urina”, ni el trapecista “manechi”, ni el corredor “taitetú”; con el irá usted seguro, míster.Al día siguiente, madrugaron los hombres. Salieron antes de las seis. El gringo y el camba se embarcaron en una pequeña chalupa (canoa), mientras que los correístas, sus anteriores compañeros de viaje, siguieron su camino aguas abajo.Era época de lluvias y el río anchuroso estaba templado de banda a banda. Había rebasado su cauce en algunos lugares bajos, y a esas horas de la mañana corría con su aguas tibias y quebrantadas, caradas por sombras de brumas y neblinas, llevando una que otra empalizada cubierta de taropé (planta acuática) cañuela y barro.Manuel se hizo caro del pilotaje, tomando asiento en la culata de la embarcación, Míster Brandt, casi a la mitad, apenas ayudaba como aprendiz de remero.-Menos mal que la correnteza está mansinga. Avanzaremos con facilidad –explico el muchacho.El viejo Toribio quedó parado en su atalaya, a la orilla del barranco, y sólo volvió a la casa cuando perdió de vista a los navegantes que se ocultaron trasel primer torno del río. Penso con alegría en la escopeta, que pronto sería suya.Al mediodía los viajeros, tratando de refugiarse del sofocante calor ecuatorial, quisieron acostar en busca de pascana; mas no pudiendo bajar a tierra por no haber dejado la inundación trecho seco, amarraron la canoa en las ramas de un árbol corpulento sumergido en las aguas. Sacaron luego el “Tapeque” y comenzaron a devorar las provisiones de charque asado, “chive” y “chipilos”.-Y, míster, ¿cómo se llama usté? –pregunto Manuel.-Brandt. Pero tú puedes decirme Yimmy.-Jimy –pronunció el camba y ambos rieron.-Y, ¿es que valen mucho las plumas de garza, allá en su tierra? –volvió a preguntar el muchacho.-Oh, yes –dijo Mr. Brandt, y luego rectificó: -Así es, manuel. Es un oro…blanco.Sin más explicaciones, ambos hombres siguieron triturando los duros pedazos de carne seca, mientras el chivé se hinchaba en los caneros.Llegaron al fin, con el sol a lo lejos, en medio del río que se bifurcaba en dos grandes brazos, una isla cargada de motas blancas. En la cara enigmática del gringo, se dibujo una sonrisa de satisfacción.-Falta poco; podés descansar, Manuel. Yo seguiré remando.El camba se tendió en la canoa, boca arriba, dejando una pierna colgada por la borda y se deslizaba al ras del agua.Dejando el remo, el gringo preparó su escopeta. Manuel continuaba con la pierna rasante en las aguas, que corrían mansas y tranquilas, ligeramente enrojecidas por el reflejo crepuscular de esa hermosa tarde otoñal.De pronto un batacazo que casi hunde la canoa, y el camba que cae al río precedido de un grito de horror. El caimán le había cogido, y con sus fauces tiraba de ella. El hombre logró asirse del bode de la canoa, con la presteza a que estaba acostumbrado en sus lanchas con los peligros de la selva y los ríos misteriosos.Mientras tanto el inglés, ya repuesto de la sorpresa, le cogía de los brazos, forcejeando para arrebatarle la presa al saurio voraz.Manuel, con los labios apretados, sacudía su cuerpo, en desesperado intento de desembarcarse de su terrible atacante. Al fin poco a poco fue cediendo la presión del caimán, hasta que soltó su presa definitivamente. Del esfuerzo de ambos, la embarcación quedó balanceante y con mucho agua en el fondo. Manuel fue tendido en la cubierta de la canoa. Tenía la pierna cercenada a la altura de la rodilla.Pronto la sangre cubría de rojo la superficie de todas las cosas.-Un “tormento”, míster, para evitar la hemorragia –logró indicar el hombre.El gringo buscó algo con que vendar y comprimir, y sólo halló un pedazo de tiento, con el amarró fuertemente la pierna del herido.-Reme, míster, lleguemos a la isla. La corriente nos ha dejado.El camba seguía perdiendo sangre en abundancia, pero estaba quieto, inmóvil. No pronunciaba la menor queja de dolor.Tenía los ojos cerrados.Después de mucho rato lograron aproximarse y entrar a la isla.Estaba anocheciendo. Sólo encontraron pequeñas alturas que estaban secas, pero completamente habitadas por toda clase de animales feroces. El inglés, desconfiado, no intentó siquiera desembarcar. Comenzó a observar paraje hasta donde su vista podía alcanzar. En su rostro había la serena tranquilidad del hombre curtido y hecho a todos los peligros.-Míster, algo se nos acerca por detrás.Rápidamente se dio la vuelta y miró a la tierra. Pudo distinguir a corta distancia, reptando por el medio de la maleza confundida con el verde de las hojas caídas, el enorme cuerpo de una “sicurí” que intentaba atacarlos. La gigantesca serpiente se acercaba silbando para ensanchar con el aire su dilatado vientre, mientras que la cola por encima de su horrible cabeza para coger con ella a sus seguras victimas. El inglés la miró por un instante, y casi riendo se echó el arma al hombro, apuntó y disparó. La boa estaba con la cabeza levantada cuando recibió el impacto de chumbos que la bandearon en la garganta y los ojos. Para el animal fue éste el principio de una lucha tenaz con la muerte. El hombre desprendió rápidamente la canoa de la orilla y mientras se alejaban, la serpiente comenzó a chicotear con la cola y el cuerpo en todas direcciones, hasta que en su agonía, se enrosco en un arbolejo que arrancó de cuajo y trituró entre sus anillos.-No podemos volver a estas horas. Arrímese a un árbol –Indicó Manuel, al que poco le faltaba para perder el conocimiento.Tenía la pierna de un color morad- negruzco.Pronto dieron con un enorme roble que tenía el tronco sumergido bajo dos metros de agua. Apenas el inglés aseguró las amarras de la canoa, se puso en la tarea de ubicar al enfermo que ya hacía inerte, moribundo. Lo acomodó lo mejor que pudo, empalcando su cuerpo entre gajos y ramas.El muchacho abrió los ojos y miró el cielo, desde donde la luna, cual quimera de lejanías, cubría con su manto de luz plateaba el río y la floresta. Dio un último quejido y apenas pudo exclamar: “Mire…Míster…”.El inglés miró y observó el árbol y los vio cuajado de garzas, que altaneras hacían relucir en esa noche lunar, la blancura inmaculada de su plumaje codiciado. Bajando a la canoa recogió su escopeta, la cargó una y otra vez, para comenzar un tiroteo a placer. Las garzas mortalmente heridas, se precipitaban al río o quedaban enzarzadas entre las ramas.La sangre del valiente guía continuaba choreando lentamente, y al caer sobre las aguas alborotaba caimanes que saltaban dando fuertes coletazos.El gringo olvidándose del malogrado compañero, dejo su arma sobre el asiento trasero de la canoa, y subiendo al árbol se dedicó a buscar y juntar las garzas que habían caído entre las ramas.El zarandeo de los cocodrilos aflojó primero y desató finalmente las amarras de la chalupa. El inglés, desde la copa del árbol, cargando de su oro blanco, apenas si se dio cuenta de que la pequeña embarcación se había largado sola, arrastrada por la corriente.Muy pronto hizo mutis la luna, y la noche cayó sobre el río con su denso manto de negruras. A lo lejos sólo se oía el lúgubre canto de los “cuyabos”. Al día siguiente, el camba Toribio, desde su atalaya, observó que algo venia flotando sobre el río. Al reconocer su canoa, que pasó de largo llevada por la corriente, aún pudo distinguir que el asiento de la culata estaba apoyada la escopeta de dos cañones que el extranjero le había ofrecido.Mientras tanto, el sol seguía gravitando, con la diabólica desesperación de un demente, sobre el desierto paisaje glauco, rebotando la luminosidad de sus rayos rojos en las tumultuosas aguas del río, que semejaba un camino ancho de plata bruñida.

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